Sunday, December 28, 2014

El síndrome de Prometeo


¿Cuál dices, profana, que fue mi error?
¿Qué es aquello que dices que ultrajé?
¿Por qué es que yo, que tanto te adoré,
sufro este inmenso y horroroso dolor?

Esta ave carcome, corroe mi piel,
pues esclavo soy de tu recuerdo cruel.
Maldito el vaivén de tu tiempo, mujer
y maldito el día en que tu amor robé.

Qué forma la tuya de agradecer
a éste, tu siempre compañero fiel,
que por tal ahora ha de padecer
eterna condena de amarte... mujer.


EMB

Saturday, November 29, 2014

Venado



Por fin he logrado conseguir pluma y papel. Ya van más de quince días y las cosas están cada vez más tensas aquí adentro: ahora ya también he recibido amenazas de muerte. Escribo esto a manera de testimonio, en caso de que algo malo me llegase a ocurrir.
Hoy pude hablar nuevamente con mi abogado. Me advirtió que va a estar muy difícil que me dejen en libertad. Mi caso se ha vuelto mediático, los encabezados en los periódicos no me ayudan y tengo a toda la opinión pública volcada en mi contra.
Quizá tú que estás leyendo esto ya te enteraste de qué es lo que sucedió, o al menos de la historia que ellos cuentan. Y, créelo o no, sí fue un accidente... Aunque a decir verdad, incluso si no hubiese sido así, no comprendo por qué tanto alboroto.
Por ello quiero contar brevemente mi versión, la verdadera versión:
Llegué al bosque alrededor de las diez de la mañana como cada sábado. Descargué todo el equipo de la cajuela de la camioneta y me dirigí al corazón del bosque.
Al llegar a mi lugar, preparé todo de manera meticulosa: las provisiones de alimentos, los binoculares, mi silla favorita, mi rifle y las municiones, y mi gorra de caza. Después, simplemente me senté a esperar. 
Había transcurrido poco más de una hora, cuando observé a lo lejos un ligero movimiento. Llevé los binoculares a los ojos y pude ver al venado. Me emocioné porque pensé que quizá aquel día finalmente conseguiría capturarlo. Tomé rápidamente mi rifle para no dejar pasar la oportunidad, le apunté y traté de seguirle el rastro con la mira, pero el venado escapó. Así sucedió lo mismo unas tres veces más. 
Tras dos horas y media sin éxito, ya me había resignado a regresar el siguiente fin de semana. Pero de pronto, pude observar nuevamente movimiento a lo lejos. El venado corría y brincaba muy aprisa. No quería dejarlo escapar. Apunté, disparé dos veces... y fallé. Fue en un tercer disparo que acerté, aunque en una diana equivocada. 
Sí, al ex esposo de mi mujer, como a mí, también le apasionaba la cacería; sin embargo, yo no sabía que él se encontraría allí en ese momento. El resto de la historia ya lo conoces. Como dije, sólo acerté, pero en un animal equivocado. 
Fue un gran disparo, eso que ni qué. Según la autopsia, murió al instante. Si le hubiese dado al venado, muchos me estarían alabando en este momento, estoy seguro. ¡Ah, pero no! En cambio, me quieren encerrar y hasta matar...
Por ello ahora que escribo esto, lo comprendo cada vez menos. Sí, sí, maté accidentalmente a un hombre, ¿y?; suponiendo que no hubiese sido un accidente, ¿qué? ¿Por qué tanta importancia? ¿Por qué tanto alboroto?

Saturday, November 22, 2014

Experimento




Muy estimado Roberto:

Disculpa que te moleste a estas horas de la noche, pero eres el único a quien puedo recurrir para que me ayude en este asunto. Tengo hasta el mediodía de mañana para tomar una decisión. No te quitaré más tiempo:
Su nombre es Luis Peralta, tiene cincuenta y dos años, soltero, y es doctor en Ciencia Política por la Universidad de Tremalia. Hemos revisado su historial y está limpio. 
A continuación transcribo parte de su defensa:

"Buenas tardes, damas y caballeros, honorables miembros del jurado, su señoría. 
A lo largo de nuestra historia, la comunidad científica se ha caracterizado por encargarse de develar y de conocer las grandes verdades del universo. Sabemos que tan noble, importante y venerable empresa requiere de que nosotros, los científicos, realicemos nuestro quehacer con el mayor rigor y profesionalismo posible. Asimismo, estamos ciertos de que únicamente  mediante una adecuada experimentación es que podemos llegar a saber realmente la verdad [...]
Quiero manifestar que lo que ustedes pudieron presenciar el día de ayer no fue otra cosa más que el producto de mi trabajo: un experimento. Por ello, yo les pregunto, ¿debe alguien castigar a aquél que únicamente se dedica a llevar a cabo correctamente tan noble actividad? 
Sé que por la relevancia de la persona involucrada pudiera suceder que la atención se desviase y se concentrase únicamente en la forma y no en el fondo.
Permítanme explicar cómo fue que todo sucedió para que conste correctamente en mi expediente y que el mundo conozca los resultados, ahora que ya ha sido eliminado el video:
Dos días antes de que el señor presidente electo fuese a tomar posesión de su encargo en el Recinto del Pueblo, logré convencer a distintos miembros de su cuerpo de seguridad de que colaboraran con la realización del experimento.
Así, veinticuatro horas previas a la toma de protesta, siguiendo mis instrucciones, llevaron al futuro timonel a mi vieja bodega. Lo ataron fuertemente a una silla y le quitaron la venda de los ojos. Inmediatamente después comencé a explicarle la mecánica a través de un micrófono y unas bocinas que previamente había instalado en el cuarto. Le dije: 'Bien, futuro señor presidente, en unos momentos más se acercará a su lugar uno de mis colaboradores para desatarlo; está armado, así que le sugiero que no intente hacer algo irracional. De igual manera, he programado un arma que se accionará de manera automática con cualquier indicio de falta de cooperación por su parte; por tanto, repito, no intente hacer algo irracional.
Mi nombre es Luis Peralta y soy investigador nivel Alpha en el departamento de Ciencia Política de la Universidad de Tremalia. Lo siguiente solamente se trata de un experimento con estricto carácter científico. 
Como puede observar, en la mesa enfrente de usted se encuentra una pistola que está cargada con una bala, y junto a la pared, dos bultos negros. Debajo de cada bulto se  encuentran dos personas igualmente atadas a una silla y vendadas de ojos y boca. La persona que se ubica a su lado izquierdo es una mujer que atrapamos al azar en una plaza, la de su lado derecho es su esposa. Si usted desea salir con vida de este lugar, tendrá que asesinar a una de ellas. Tome todo el tiempo que considere usted necesario'.
Tan pronto como hube dicho eso, mi colaborador se acercó a él y, reiterándole la advertencia que yo había hecho, lentamente lo desató y retiró la venda de su boca.
Después de algunos minutos de improperios y vituperios contra mi persona, el mandatario se levantó de la silla y sujetó la pistola con su mano derecha. Llevó firmemente su brazo al frente y apuntó hacia su lado izquierdo, hacia la mujer de la plaza. Tomé nota de ello y, antes de que pudiera disparar, dije: 'Debo informarle que en este cuarto se encuentran cuatro cámaras instaladas en cada esquina, grabando y transmitiendo en vivo la presente sesión. Asimismo, le ruego que permanezca en silencio durante la realización del experimento'.
Al escucharme, me dijo que yo era un demente y un imbécil, se sentó nuevamente en la silla, deshizo el nudo de su corbata, desabotonó su camisa, y observó fijamente la pistola. El ahora presidente sólo miraba hacia las cámaras e inhalaba y exhalaba con rapidez, mientras el sudor escurría por su frente.  Finalmente, tras unos minutos, se puso de pie, llevó la pistola al frente, apuntó y disparó...
Así, damas y caballeros, honorables miembros del jurado, su señoría, fue como el pueblo de Tremalia perdió aquel día a su primera dama [...]"

Espero tu pronta respuesta. Gracias.

Atte. 
A. Schwarz 

Sunday, November 16, 2014

El juguete favorito



Van treinta y cinco años que llevo viviendo en este lugar. Por más que lo he intentado, no consigo hacerlo mi hogar. Ya estoy harto, la comida siempre es rancia y apesta, mi dormitorio hiede, mis ropas están sucias, los médicos son nefastos e incompetentes, y el director es un maldito corrupto y ratero. 
No hay mucho qué hacer. Ya he leído todos los libros que me dicen que lea, ya he visto todas las películas que me ponen, ya he pintado varios cuadros, he leído diariamente el periódico, he escrito sobre lo que me recomiendan que escriba, he entregado los reportes puntualmente, he conversado con los demás constantemente... ¡Ya estuvo bien, ya no los soporto!
—Disculpe, doc., ¿y qué si no me da la gana hacerlo? 
¡Qué pregunta tan más estúpida! Con justicia, la prescripción: tres horas con camisa de fuerza y charla con el loquero. 
—Disculpe, doc., en el periódico de hoy salió un reportaje sobre un tipo que le robó a un anciano todo lo que tenía y por ello después murió de hambre; otro sobre alguien que asesinó a tres hombres que tenía secuestrados debido a que no le fue pagado lo que pidió; y otro sobre un policía que disparó y mató a una mujer cuando no estaba en servicio. ¿A esos también los van a traer acá? 
¡Ay, Miguelito, cuándo aprenderás a cerrar la boca! Entiende que ya te habían dicho que no es lo mismo, que lo tuyo es un caso especial. Pero es que ya quiero salir de aquí. ¿Para qué? ¿Cuál es  la diferencia? No lo sé, maldita sea, ¡ya me desesperé! 
—Tranquilízate, Miguel, ¿pues qué fue lo que hiciste?
¡No sé, carajo, no lo sé! Pienso y pienso sobre lo que ocurrió, en por qué llegué aquí, y no lo consigo. Mira, yo tenía un automóvil a escala de juguete que mis padres me habían regalado en un cumpleaños. Era mi juguete favorito.
Fue el día del incendio cuando todo sucedió. Según los peritajes, el incendio fue ocasionado por un descuido de uno de los cocineros de la cafetería que había dejado una perilla de la estufa abierta, el gas se esparció por toda la cocina y bastó una leve chispa para que hiciera ignición. 
Estábamos todos en el salón de clases, cuando escuchamos la sirena en los pasillos. El humo no tardó en propagarse por las instalaciones de la escuela, haciendo cada vez menos posible ver los alrededores. La profesora nos ordenó que mantuviéramos la calma, que cubriéramos nuestra nariz con la playera y que saliéramos gateando. 
El fuego ya había llegado hasta nuestro salón, cuando la profesora cometió la estupidez de romper una de las ventanas para poder escapar. Por supuesto, ello sólo logró avivar el fuego. 
Me apresuré a llegar a la puerta lo antes posible, sin embargo, ya afuera del salón, recordé que había olvidado mi juguete en mi pupitre, por lo que decidí regresar por él. Cuando con mucho esfuerzo llegué y logré abrir el pupitre y ver mi coche, escuché que alguien gritaba pidiendo auxilio. La profesora, que ya había llegado hasta la puerta, al oír el grito miró sobre su hombro y me ordenó que ayudara a mi compañero a salir, pues una de sus piernas se había atascado en un pupitre. 
Sabía que no quedaba mucho tiempo, del techo caían pedazos de madera al rojo vivo y ya casi era imposible respirar. Volteé a ver intermitentemente a la profesora, a mi juguete y a mi compañero. Las llamas cada vez se hacían más intensas y el humo más denso. Volví a mirar a mi compañero, a mi juguete, a mi compañero, a mi juguete. Segundos después, tomé mi automóvil y gateé lo más rápido que pude hacia la puerta.
La profesora no paraba de gritarme y yo no comprendía el porqué. El fuego ya era abrasador y nos dirigimos hacia la salida de emergencia. Ella continuaba gritando y chillando.
 Ya afuera, me propinó varias cachetadas y yo seguía sin entender por qué. Cuando llegaron los policías, ella les dijo que no me permitieran irme y que era yo un loco. Después, ella describió lo acontecido a mis progenitores, a la policía y a los medios de comunicación locales. 
Durante los días siguientes, era costumbre poder observar desde la ventana de mi cuarto a una muchedumbre gritando consignas contra mí y cargando pancartas que mostraban a las cámaras de los noticieros. Recuerdo que la multitud enfurecía más y más cada que en las entrevistas mis padres decían que yo era inofensivo, que seguramente la profesora había tergiversado los hechos debido al nerviosismo y el miedo, y que la prueba de ello era que yo seguía pacíficamente con mi vida.
Para tratar de tranquilizar la marea, el fiscal del condado consiguió que el juez ordenara que diariamente me visitara un psicólogo a la casa. Todas y cada una de las sesiones fueron iguales:
"—¿Tus padres te maltratan o te han maltratado alguna vez? 
—No.
—¿Se encargan de alimentarte bien? 
—Sí, como muy bien.
—Cuando los ves, ¿sientes odio o cariño por ellos?
—Cariño.
—¿Cuando te encuentras rodeado de gente que no conoces, qué sientes?
—Nada, me da igual.
—¿Tienes amigos?
—Sí, varios, pero Felipe es mi mejor amigo.
—¿Tuviste problema alguna vez con tu compañero que murió en el incendio? ¿Te caía mal o algo?
—No, ni siquiera sabía que iba en mi salón. 
—¿Te arrepientes de haber salvado a tu juguete y no a tu compañero?
—Pues no, era mi juguete favorito y me lo regalaron mis papás.
—Si hubiese sido Felipe el que pedía ayuda a gritos, ¿qué hubieses hecho? 
—Lo hubiese ayudado".
Tras veinte sesiones así, un día mis padres me llamaron a la sala y me dijeron, "hijo, acompáñanos, vamos a visitar a la abuela"... Y voilà, ya pasaron treinta y cinco años y sigo sin entender, ¿por qué carajo estoy aquí?

Saturday, November 8, 2014

Ironía




Pues sí, me ocurrió nuevamente, aunque esta ocasión no pensé que fuera a suceder en semejante  situación:

 Llegué en la noche al viejo bar de la esquina, que regularmente visito. Cuando entré, me dirigí con sigilo a una de las mesas del fondo en donde la iluminación era muy tenue. Me quité el sombrero y el abrigo, y ordené al mesero que me sirviera lo de siempre. 

Mientras esperaba, encendí un cigarro y miraba a mi alrededor a través del humo. Algunas caras conocidas, otras no. A lo lejos, observé que una mano se agitaba en el aire en señal de saludo, regresé el saludo por cortesía y volví la vista hacia el escenario. Los integrantes del grupo de jazz se encontraban preparando sus instrumentos a toda marcha, pues antes habían anunciado que en no más de un cuarto de hora comenzarían a tocar y que los disculpáramos por la demora, pero que no había sido culpa suya, sino de la lluvia y del tráfico. 

Todo bien. Ya me habían traído mi trago y trataba de matar el tiempo observando a los demás clientes y a veces tratando de imaginar la vida que llevaba cada uno de ellos, sus problemas, sus preocupaciones o sus aflicciones; no era que me importaran o me interesaran, era simplemente un pasatiempo. Pude ver escenas entretenidas, sobre todo dos o tres segundos después de que terminaban de interactuar entre sí, cuando creían que ya nadie los veía. Por ejemplo, había un tipo en la otra esquina, justo detrás del que me saludó, que reía a carcajadas de lo que decía uno de sus colegas, cuando terminó, dos o tres segundos después, su mirada se clavó en la mesa, frunció el ceño y dio un sorbo a su cerveza. 

Ordené otro vaso, ya era el cuarto y aún no comenzaba la función. El efecto del licor aún no había hecho efecto en mi cerebro, sin embargo, en mi vejiga sí, por lo que decidí ir a los sanitarios procurando caminar con la vista al suelo para no tener que interactuar con algún conocido. En la pared, encima del mingitorio, había un cartel pegado con imágenes que mostraban a varios hombres en distintas situaciones, uno junto a lo que parecía simular ser su familia y una casa con un moño gigante, otro parado junto a un automóvil, otro recostado en un camastro sobre una playa, otro sentado frente a una mujer cenando a lo alto de un edificio, y el slogan decía: "Con Japrindo, ellos ya lograron cumplir sus sueños... Y tú, ¿qué estás esperando?"

Cuando regresaba a mi mesa, me percaté que en ella estaba sentado un señor completamente cano sosteniendo un bastón. Me acerqué y estrechamos las manos. Él ordenó una copa de vino, encendió un cigarrillo, y yo lo secundé. Le dije que me daba mucho gusto verlo, pero él me interrumpió para recriminarme el hecho de que no le hubiese llamado en tanto tiempo. El grupo de jazz al fin había comenzado a tocar y todos en el bar aplaudimos. 

Después me preguntó que cómo iban las cosas. Le respondí que bien, que el negocio no había generado mayor problema y que por ello había tenido tiempo suficiente para distraerme en otras cuestiones y pasar más tiempo con mi hijo. Él sólo sonrió y, dándome una palmada en el hombro, replicó que me entendía, que precisamente por eso me había reprochado el que yo no le hubiese hablado antes. Le hice ver que no tenía nada de qué preocuparse por mí, que mejor atendiera su salud y que dejara de fumar.

Volví la vista al escenario y tras varios momentos me di cuenta de que él no despegaba sus ojos de mí. Extrañado, lo volteé a ver y sólo alcancé a entreoír que pronunciaba un nombre, por lo que le dije que no le había oído, que repitiera lo que había dicho. Me preguntó que cómo seguía de lo de Paola. Le respondí que bien, que ya había entendido que no había sido mi culpa y que tarde o temprano todos tendríamos que atender ese asunto, que de todos modos nada de lo que yo hiciera o no, haría que ella resucitara. Me ofreció una disculpa por la interrogante y yo la acepté, consciente de que a veces se le olvidan las cosas y que seguramente no lo había hecho con la intención de herirme. Aunque, de cualquier forma, con la mayor de las lealtades a la palabra dicha y porque tuve la impresión de que no me había creído, le insistí en que no se preocupara por mí; que, aun ahora sin ella, mi vida no había cambiado mucho, salvo por algunas cuestiones de logística. 

Después hicimos silencio y sólo apreciábamos el sonido del piano, el saxofón, la trompeta, la batería y el contrabajo. A veces dirigía mi mirada hacia él y disfrutaba de verlo gozar con la música, era como si él me dijera, "escucha eso, hijo, eso es lo que yo te tengo qué decir". 

Tras varios minutos, me miró y chocamos las copas en señal de salud, bebimos y sonreímos al oír que el grupo comenzó a interpretar What a wonderful world. Terminó de un solo trago su copa, llevó su cigarrillo a la boca y, con ojos llorosos y con voz rasposa, expresó: "me hace feliz ver que eres feliz, tu madre estaría orgullosa de ti". Asentí con la cabeza y le agradecí, le dije que lo quería y nuevamente sonreí. De pronto, dos o tres segundos después, así nada más y sin quererlo, agaché la cabeza y mis ojos se clavaron en la mesa; de nuevo la misma sensación había llegado y se había instalado en mí, aquella sensación de vacío... de soledad. Regresé la vista hacia el grupo de jazz, luego miré a los meseros y a los clientes, al que me saludó al principio y al tipo de atrás, y a mi padre. Mis ojos comenzaron a amenazar con llover. La música continuaba sonando y yo, conteniendo el llanto, pensé: qué insoportable es el sentir ser solo, aun sin estar solo.


Saturday, November 1, 2014

El Lóbrego

 


Estoy aquí y allá: aquí, conmigo, 
y allá, contigo, sin mí


Aún recuerdo aquella tarde en la que escuché el sonido de la bicicleta del cartero rondando afuera de mi casa. El cartero habría de traer la noticia de que yo había sido oficialmente requerido para alistarme en la infantería en la mayor brevedad posible. Cuando le dije a mi madre, al leer la carta, irrumpió en un llanto inaguantable y desconsolado, gritando que yo era muy joven aún para morir, que no quería quedarse sola y que no le veía el caso, pues no había nada en el país que fuera digno de ser defendido. De cualquier forma, era una obligación ineluctable y, en contra de mi voluntad, me fui a vivir durante casi cuatro años a tierras extrañas para mí.
En un principio, todo me parecía ajeno e incómodo, incluso yo mismo. Posterior y eventualmente, llegué a acostumbrarme a las características de mi nuevo espacio, inclusive al denso olor de la sangre y de la pólvora en el ambiente.
Fue allá en donde por primera vez comencé a pensar respecto al tema de la muerte. Lo más curioso fue que no me había detenido a meditar sobre ello, ni siquiera cuando las primeras municiones que disparé atravesaron satisfactoriamente al enemigo ni cuando una de ellas horadó mi brazo izquierdo haciéndolo lagrimear, sino hasta la noche en que el general me llamó para que fuera a su cuartel y me diera una carta cuyo remitente era el Hospital Real diciendo que mi madre se encontraba internada y en tratamientos contra un cáncer.
Sabía muy bien de lo fatal de dicha enfermedad, por lo que aquella noche agradecí al general por el aviso, pedí permiso para retirarme, me dirigí a mi campamento y, como una sonata, acompañé a la melodía de la artillería con mis berridos. No podía habituarme a la idea de que moriría tan pronto y me exasperaba el hecho de no poder estar allá con ella, pues antes que cualquier otra cosa, como nos decía el general, "la patria es primero". 
No me fue sencillo sobreponerme a la noticia, sobre todo cuando la hora llegó. Le supliqué al general que me permitiera regresar para velarla, pero nuevamente denegó mi solicitud. 
Aquella época fue algo extraña. En ocasiones, cuando veía cuerpos inertes en el suelo y teñidos de rojo, pensaba en mi madre, en cuánto la extrañaba, en que ya nunca más la volvería a ver y en que hubiese sido mejor haberme quedado en casa, protegiéndola a ella y no a otros mequetrefes que ni siquiera conocía. Traté de encontrar consuelo en algunos amigos que hice allá, pero no lo logré: nadie quería más penas de las que ya tenía que soportar. Lo único que consiguió levantarme el ánimo y la esperanza fue Sofía. A pesar de todo, debo reconocer que, de no haber sido por ella, no hubiese podido conseguir las agallas necesarias para salir al campo de batalla. 
Con Sofía era con quien mayor comunicación tenía durante mi estancia en aquellas tierras. Trataba de escribirle todos los días y en ocasiones le enviaba fotografías, flores que siempre recibía ya marchitas, y algún libro o panfleto que podía conseguir. Fue ella quien amablemente aceptó realizar todas las gestiones necesarias para que mi madre recibiera la atención médica que requirió cuando estuvo enferma, y quien posteriormente realizaría los trámites y arreglos para su inhumación. 
No hubo un sólo día en el que no pensara en Sofía y ella en mí, al menos puedo estar seguro de que ello fue así durante casi la mitad del tiempo que pasé en terrenos foráneos; pues ya para el decimoctavo mes de aquella época, sus cartas habían dejado de llegar
Sofía era magnífica. Referirme a ella como la más bella, sin duda, era redundancia. Solía disfrutar perderme en el dulce manjar del chocolate de sus ojos. Su cabellera me hacía pensar que realmente lo que emanaba de su cabeza era miel, condimentando el blanco pan de su piel. Ni el fuerte sonido de una granada al estallar podía lograr dejarme tan estúpido como lo hacía su sonrisa. Todo en ella eran notas que, agrupadas en armonía, constituían una melodía que podía ser escuchada infinitamente sin cansancio. Algo similar pensé al verla por primera vez.
No fue fácil de conquistar. Siendo yo en aquella época un simple, común y corriente individuo con un historial no muy exitoso con las mujeres, tuve que llevar a cabo mil y un hazañas, y uno que otro ardid para lograrlo. Comencé a ejercitarme durante todas las mañanas, mejoré mi alimentación, cambié mi forma de vestir, visitaba al peluquero frecuentemente e inclusive leí numerosos libros para ser capaz de entablar conversación con ella, pues lo único que había podido saber sobre ella era que pertenecía a un club de lectura.  
En una ocasión, yo estaba sentado en un pequeño sillón ubicado casi enfrente de la entrada a la biblioteca, pues era sabedor de que cada viernes, justo al diez para las cuatro, ella entraría e iría hacia la sala de lectura. Yo estaba leyendo La insoportable levedad del ser, siendo esto un gran acierto, pues ella lo notó, sonrió, se limitó a comentarme que le parecía un buen libro y se dirigió al rincón de siempre; por supuesto que yo la seguí y continué la conversación en torno al libro y le hice saber mi interés y afición por la lectura; acto seguido, ella me sugirió que me uniera a su club. Como es de suponerse, ella nunca supo que en realidad no me agradaba Kundera y que sólo lo leía porque sabía que a ella le gustaba, ni que mi afición e interés por la lectura era de reciente creación sólo como pretexto para poder pasar más tiempo con ella. Así fue como la conocí.
Durante los tres primeros años de relación, visitamos todas las cafeterías y librerías que la ciudad ofrecía. Conocimos varias comisarías debido a los excesos del amor en vías públicas. Hicimos aún más ricos a los dueños de los cinemas y de los bares. Supimos a la mala que, aun tratándose de hoteles de cinco estrellas, era recomendable llevar sábanas propias. Conocí a sus amigos y a su familia, ella a los míos y, cuando la ciudad nos quedaba corta, viajábamos a cualquier otro lugar, por más remoto, recóndito o peligroso que éste fuera. 
Pasaba casi todo mi tiempo libre con ella. Después de salir del trabajo, recorría casi dos horas a través de la ciudad para ir a verla a su casa. Cuando ella se graduó de la universidad, conseguí que pudiera ingresar al lugar en donde yo laboraba. Al cabo del tercer año de relación, logré obtener un ascenso y le propuse que fuéramos en busca de alguna casa en la que pudiésemos vivir juntos. Fue en la víspera de la compra de la casa cuando escuché la bicicleta del cartero rondando mi casa. 
Ella estaba devastada. No paraba de llorar y yo no toleraba verla así. Sofía fue capaz de ir al Ministerio de la Protección a solicitar que a ella también la alistaran en la infantería para poder ir conmigo; sin embargo, sólo podían ir aquellas mujeres enfermeras, y ella, siendo una egresada de la carrera de arte y letras, nada tenía qué hacer allá. 
Traté de calmarla convenciéndola de que pensara en mí como un boomerang que no quiere ser lanzado, pero que en poco tiempo regresaría. También le dije que las cosas no estaban tan fuertes por allá y que hasta era muy probable que todo se solucionara antes de que yo partiera; claro que esto último ella no lo creyó, pues los periódicos refutaban mi dicho.
Fue así que me comprometí a escribirle cada que me fuese posible y a tenerla al tanto de todos los pormenores. Le prometí que en caso de que estuviese moribundo, ella sería en lo último en que yo pensaría. Le juré que el amor que sentía por ella ni el tiempo ni la distancia podrían aniquilarlo, que nuestro amor era eviterno. Ella me juró lo mismo y me dijo, haciendo referencia a los tiempos del cólera, que ella estaría esperando por mí y soportando mi ausencia del carajo, de ser necesario, durante toda una vida. 
Tan recurrentes fueron las cartas que nos enviábamos durante los primeros ocho meses que estuve allá, que si alguien quisiera darse a la tarea de leerlas, tendría que estar preparado para leer, en cuanto a extensión se refiere, el Quijote tres veces.
Recuerdo que la primera carta que le envié constaba de diez hojas escritas por el anverso y el reverso. En resumen, simplemente le reiteraba mi compromiso para con ella, mi amor por ella y las ansias que tenía por regresar y besar sus labios. Ella me respondió con otra de contenido similar y de una extensión ligeramente mayor a la mía. 
El mejor de todos sus escritos fue aquél en el que me hacía saber que yo no era el único soldado, que ella también guerreaba, pero contra el tiempo y el hastío de mi ausencia, y que por mucho que las balas de la distancia la estuvieran fusilando, ella estaría esperando por mí hasta que se hubiere desangrado completamente de amor, incluso aunque ello implicare su defunción.
Cada que llegaba la correspondencia era como combustible para mí. En aquella época solía salir al campo de batalla con gran entusiasmo. Mi puntería mejoró en un doscientos por ciento, y ello me valió para hacerme acreedor a mi primera medalla de honor y a un ascenso de rango. Sabía que cada golpe, cada disparo y cada granada que acertaba en los enemigos significaba un kilómetro menos entre Sofía y yo. Para mí, ellos ya no eran enemigos de la patria, sino del amor.
Con el tiempo, la cantidad y la frecuencia de sus cartas se redujeron, y parecía enviar señales de desesperación. A ella, al igual que a mi madre, le aterraba la idea de que en cualquier momento y en cualquier lugar pudiese yo ser presa de manos enemigas. Realmente yo nunca tuve miedo de morir, aunque sí de no poder cumplir con mi promesa de volver. 
Los columnistas de los diarios y los especialistas en la radio profetizaban en aquel entonces el pronto cese al fuego y la celebración de armisticios, así como de eventuales negociaciones que pudieren poner un punto final al conflicto —mismo que realmente nunca supe de qué se trataba—. Todo ello inyectaba visos de esperanza, sin embargo, ya tarde, supe que ni en los "expertos" se puede confiar. 
Cada que los periódicos anunciaban las cifras sobre el número de muertos que crecía a una tasa exponencial, ella me escribía implorando que regresara. Pero me era imposible. El conflicto, después de un año, ya era un bosque infernal con llamas que recrudecían más y más y más.
No conforme con ello, como si me hubiesen querido dar un tiro de gracia, pronto llegó la carta del Hospital Real. Sofía me comentó respecto de la gravedad de la situación de mi madre. Los médicos decían que mi progenitora fenecería en poco tiempo y que cualquier intento de cirugía, era ya inútil. Así, dieciséis semanas después sabría que me había convertido en huérfano. 
Durante el tiempo de duelo, Sofía y yo volvimos a mantener contacto con mayor frecuencia. En cada una de las cartas le agradecí múltiples veces su disposición para ayudarme y le repetí hasta el cansancio lo mucho que la amaba y las ansias que sentía por estar allá. Ella, como siempre, me respondía lo mismo, aunque de modo superlativo. 
Sin embargo, de un día para otro, sus cartas dejaron de llegar. En un principio supuse que quizá debió haber habido algún problema con el servicio de correspondencia, ya que muchos mensajeros habían sido capturados por el enemigo en diversas ocasiones. Sin embargo, cuando caí en cuenta de que el único que había dejado de tener quién le escribiera era yo, comencé a preocuparme. Deseaba fervientemente que no fuera así, pero lo único que pensaba era en que quizá podía haberle sucedido algo grave a Sofía. Diario esperaba impaciente a que la motocicleta del cartero llegase con las provisiones, pero lo único que obtenía era una mueca de lástima y compasión por su parte. 
Sentía que me volvía loco, ya no por ella, sino sin ella. Comencé a tener problemas con la hueste. Visitaba las tabernas en horarios prohibidos, me las ingeniaba para pasar las noches con alguna que otra enfermera y hubo muchas veces en que caí en la tentación de ir a burdeles ubicados en zona de peligro. En otras ocasiones, no me daba la gana salir del búnker cuando había que combatir y, en las trincheras, los de la tropa me reclamaban que arriesgaba demasiado no sólo mi vida, sino la de los demás. Tuve que adherir una fotografía de Sofía a un costado de mi fusil, apenas por encima de la empuñadura, para recordarme constantemente sobre la verdadera batalla que estaba enfrentando. Trataba de hacerme escuchar, necesitaba a alguien con quien hablar, sin embargo, el ruido de la artillería siempre se impuso. 
Ante la fatal incertidumbre, irremediablemente inundó mi mente la idea de que quizá Sofía había muerto.
Los meses seguían su marcha y, aunque aún conservaba la esperanza, la balanza de mi ánimo se inclinaba hacia la resignación. Deambulaba por el fuerte abatido y con apatía. Mis cigarrillos se consumían más rápido que los cartuchos de las metralletas. En el búnker me apodaron "el lóbrego". Una vez traté de defenderme replicando que en realidad era pariente del "caballero de la triste figura" y que eso era un gran honor, pero nadie entendió y las burlas se intensificaron. 
Una noche, en la cama, me detuve a meditar mi situación y llegué a la conclusión de que el causante de todos mis infortunios era el general, que yo tenía que tomar cartas en el asunto, y él, responder de sus actos. Tomé mi fusil y en medio de la madrugada me dirigí hacia el cuartel del general. El paisaje estaba verdaderamente oscuro y sólo se podía apreciar la tenue luz de la luna y de algunas lámparas de los centinelas. En el camino, casi al llegar, tropecé con una piedra, caí al suelo y el fusil se disparó. El ruido provocó que el centinela de la garita se alarmara y con su lámpara me alumbrara. En tan sólo cuestión de segundos, diez soldados se encontraban rodeándome y prestos para disparar. Uno de ellos, el teniente, me ordenó que lentamente colocara mi arma en el suelo, que llevara las manos a la nuca y que me arrodillara. Traté de decir algo, pero me interrumpió repitiendo la orden y amenazando con disparar. Dejé sigilosamente el fusil en la tierra, llevé mis manos a la nuca y quise explicar que únicamente había salido a tomar aire porque tenía náusea. Tan pronto como comencé a hablar, mi voz se transformó en un intenso grito de dolor, pues el teniente había disparado hacia una de mis piernas. Cuando el general escuchó el estruendo del tiro, salió inmediatamente del cuartel y, para mi fortuna, me reconoció y ordenó a los soldados que se retiraran. Mi pierna no dejaba de sangrar y fui llevado inmediatamente con los médicos. Tras varios días de diagnósticos y curaciones, su veredicto fue que mi pierna debía ser amputada e instaban a las autoridades a que autorizaran mi regreso a casa, ya que ya no me iba a ser posible continuar guerreando. 
Así, después de casi cuatro años, derrotado, sin Sofía, sin mi madre y sin una pierna, volví a mi tierra natal. En un inicio se me dificultaba levantarme de la cama y, con la ayuda de las muletas, caminar. Después, con cierta práctica, logré poder valerme por mí mismo y dejé de requerir la ayuda de las enfermeras.
Habían transcurrido dos años desde que había recibido la última carta de Sofía. Sin embargo, de la misma forma en que en ocasiones podía sentir mi pierna faltante, la podía sentir a ella. Su recuerdo aún se conservaba fresco, vivo e incólume. 
Cuando perfeccioné la técnica de andar siendo un cojo, visité a mi madre en el cementerio para ponerla al corriente y despedirla. Observé detenidamente la lápida con su nombre y mis apellidos, observé lo bien que Sofía se había hecho cargo de los arreglos funerarios y fue entonces que el río de lágrimas acumulado con los años en la frontera de mis ojos, se desbordó. Luego, dirigiéndome a mi madre, comencé a ofrecerle disculpas por no haber hecho más por regresar antes ni por no acompañarla cuando más me necesitaba; le conté y le pedí su consejo respecto de lo de Sofía, y le mostré el vacío que ahora ocupaba el lugar de mi pierna. A la mitad del llanto, me detuve abruptamente al tomar conciencia de que me veía ridículo y que parecía imbécil hablándole a un montón de tierra, cemento, pasto y polvo. Sonreí, me dije "¡pendejo!" en voz alta, di media vuelta y me retiré.
Aprovechando que me encontraba en aquel lugar, pregunté en la recepción si no se tenía registrado el nombre de Sofía Benavencio. La recepcionista me dijo que no, que ese nombre sólo lo tenía registrado no como un difunto enterrado, sino como un contratante de los servicios funerarios y que si quería saber si alguien había muerto o no, acudiera al Registro del Pueblo. 
Antes de ir al Registro, decidí visitar la casa de Sofía. Al llegar, dudé durante varios minutos en llamar a la puerta, no sólo porque no estaba seguro de que pudiese seguir viviendo ella ahí, sino porque me producía pavor que mis suposiciones fueran ciertas y que, efectivamente, ella hubiese fallecido. 
Cuando por fin toqué el timbre, una mujer de más o menos sesenta años abrió y preguntó que qué quería. Saludé con cortesía e inquirí por los anteriores habitantes de la morada, a lo que respondió que no sabía nada y que solamente me podía decir que hacía un año que le habían vendido la propiedad. Después le entregué una nota con mi nombre y mi teléfono para que hiciera favor de notificarme, si es que llegaba a saber algo. Cuando leyó la nota, volteó a verme, me dijo que la esperara un momento y se introdujo en la casa. En poco tiempo la vi salir de la residencia llevando entre sus brazos una caja de cartón. Me dijo que lo que había adentro me pertenecía y sostuvo que nunca abrió ni leyó ninguna de las cartas, pero que creyó conveniente conservarlas por si algún día alguien las reclamase. Naturalmente le agradecí y me retiré de inmediato de aquel lugar debido a que no podía soportar su mirada de compasión y de lástima hacia mí.
Los días subsecuentes los dediqué a tratar de contactar a algunos de sus amigos cercanos, pero ninguno contestó ni atendió la puerta. No obstante, una tarde tuve la oportunidad de hablar con la autoproclamada "mejor amiga" de Sofía en un supermercado. Estaba yo en la sección de vinos y licores, cuando a unos cuantos metros observé que una mujer comparaba precios y calidades de unas botellas. Cuando la reconocí, me aproximé a ella saludándola por su nombre. Ella, al hacer un esfuerzo por reconocerme, se sorprendió de verme y pude percibir cómo trataba de evitar ver el doblez entre el costado y la entrepierna derecha de mi pantalón. Me dijo que le daba mucho gusto verme y que no sabía que yo ya había regresado. Le platiqué sobre algunas hazañas de allá y sobre cómo fue que me quedé lisiado. Ella me interrumpió y dijo que la disculpara, pero que se tenía que ir y repitió que se alegraba mucho de verme, con la misma mirada de compasión y de lástima que había recibido días atrás.  
Busqué a Sofía por todas partes y no pude obtener señal alguna de ella. Visité los lugares a los que solíamos acudir frecuentemente, pero al ver que todo había cambiado, una excesiva sensación de nostalgia me invadió: algunos negocios no habían podido hacer frente a la crisis y tuvieron que bajar las cortinas, otros fueron traspasados y transformados por sus nuevos dueños, y otros me parecían demasiado fríos e inhóspitos sin su compañía. Me daba la impresión de que el mundo había perdido brillo y pigmento, las nubes de su recuerdo pintaban de gris el lienzo que veía, hasta el punto en que llegué a creer que los días ya no eran días, sino noches con sol y noches con luna. 
Ya sólo salía de mi departamento cuando era estrictamente necesario, pues con la pensión que me fue otorgada por haber servido a mi país y por mi estado de salud, tenía la mayoría de mis necesidades básicas cubierta. Digo que la mayoría, pues me hacia falta ella.
A veces asistía a la biblioteca en donde nos habíamos conocido. Aunque aún conservaba la esperanza de encontrarla, en realidad únicamente acudía a leer para distraer mi mente con historias distintas a la mía. Sin embargo, el tiro me salía por la culata, ya que en cada relato que en los libros se narraba, ella aparecía en la forma de distintos papeles y personajes. En ocasiones, Sofía la hacía de una jovencita turca, astuta y manipuladora; en otras, como amante de un profesor, o como la prometida de un asesino; a veces, actuaba como anciana enamorándose de otro anciano, o como esposa de un campesino huyendo hacia la felicidad, o incluso como la líder de un fallido movimiento armado de insurrección. Solía imaginar que todas aquellas narraciones no eran otra cosa más que alguien contando y describiendo la continuación de la historia de nuestra relación.
Un día llamó a mi puerta un viejo colega que se había enterado de que yo ya no me ubicaba en terrenos belicosos. Me dio un fuerte abrazo y quiso saber hasta el último detalle de lo que había sido de mi vida en tantos años. Terminé mi monólogo y él comenzó con el suyo. Por supuesto que después le pregunté por Sofía, pero me dijo que no había sabido nada de ella desde la última vez que nos vio juntos en la cena de despedida que me organizaron. Antes de marcharse, llevó la mano al bolsillo interior de su saco y me mostró dos boletos para una obra de teatro cuyo estreno estaba muy en boga en aquel tiempo. Con mucha pena le dije que no me agradaba ese tipo de funciones y que en lugar de llevar a un lisiado, llevase mejor a una dama. Él insistió y yo, más por cortesía que por gusto, no tuve más remedio que aceptar. 
La función se llevó a cabo en el viejo teatro de fachada barroca en el centro de la ciudad. El recinto contaba con un vestíbulo de gran tamaño en donde los asistentes podían disfrutar de observar alguna exposición del momento y ordenar algo del bar al final del evento. 
Luego de veinte minutos de haber comenzado la obra, ya me había aburrido, pues consideraba que las actuaciones eran deficientes y que el tema de la guerra había dejado de ser algo novedoso.
Cuando el espectáculo llegó a la mitad, el protagonista se encontraba supuestamente mal herido y fue transferido a un hospital. En aquel momento el interés regresó a mí, pues una de las enfermeras se parecía mucho a Sofía. En el instante en que el soldado le agradeció a la enfermera por sus servicios, pude confirmar que efectivamente se trataba de Sofía por la manera en que sonreía. Por un momento dejé de respirar y sentí el pulso de mi corazón acelerarse. Súbitamente se apoderó de mí una rabia interna producto de los celos al verlo besar sus labios y, mientras todo el público aplaudía la escena, grité con fuerza. Por fortuna, los aplausos apenas hicieron perceptible el grito y sólo algunas personas lo notaron
Al terminar la obra le supliqué a mi amigo que esperáramos a que los actores salieran al vestíbulo para poder hablar con ella. Le di un abrazo y le comenté mi agradecimiento por la sorpresa, sin embargo, él me hizo saber que ignoraba que Sofía se dedicaba ahora a la actuación y que su nombre no estaba exhibido en los posters publicitarios, ya que por lo general los actores secundarios no eran anunciados. De cualquier forma, lo volví a abrazar y fuimos a la barra por un trago.
Ya había salido al vestíbulo casi la totalidad del reparto y yo ya me acercaba al cuarto vaso, cuando de pronto la vi cruzar la puerta. Allí estaba, con un vestido rojo perfectamente entallado, erguida, mentón alzado y bella como siempre. No quise perder más tiempo y me dirigí hacia donde ella se encontraba. La saludé con una gran sonrisa y un abrazo y le hice saber lo feliz que me hacía verla de nuevo. Ella se limitaba a sonreír y sonreír, no obstante, de una forma distorsionada y depurada, como cuando lo hacía en escena. Miraba a su alrededor constantemente y, por instantes, de reojo a mí, mientras saludaba a los demás asistentes y fanáticos agitando su mano en el aire. Le dije que la había echado mucho de menos, pero que finalmente había podido cumplir mi promesa de regresar, y que lo que sentía por ella, con los años y a pesar de la distancia, aún se mantenía vivo. 
De su boca, sólo salía silencio. Sus ojos tampoco se veían de la misma forma y, por primera vez, sentí como si estuviera hablando con alguien extraño, con una versión apócrifa de ella. Conforme yo seguía hablando inútilmente, pude percibir que se aproximaba un tipo trajeado hacia nosotros. Él le sonrió, colocó una mano en su cintura, le entregó una flor con la otra y la besó en los labios. Agaché la mirada y pude apreciar que un objeto brillaba en su mano. Sofía, después de tres años desde la última vez que nos comunicamos, se dirigió hacia él diciendo: "Querido, te presento a Rodolfo Crimper, un viejo amigo; Rodolfo, mi esposo".
No supe qué decir y me limité a sonreír cordialmente y a estrechar su mano. Él nos invitó a mi amigo y a mí a que los acompañáramos a una reunión organizada por él en un patio de la parte trasera del edificio; él era el propietario del lugar. Ella secundó la invitación y nos mostró el camino a seguir. 
Ya en la reunión y tras varios minutos, ellos se nos acercaron contentos, ordenando a los sirvientes que nos sirvieran una copa de vino. No obstante, ella trataba de evitar a toda costa mi presencia y buscaba cualquier excusa para retirarse, pero él, al ver la insignia militar que llevaba prendida en mi saco y mi pierna amputada, quiso saber cómo había sucedido.
Cuando terminé de narrar mi historia, ella ya se había ido a no recuerdo qué lugar. Entonces le pregunté que dónde y cómo se habían conocido. Él respondió que se conocieron por mera casualidad en ese mismo lugar, cuando ella había terminado de realizar una audición para una obra, y que ella —supuestamente sin saber que él era una persona muy importante en el ámbito artístico y con útiles contactos— inmediatamente se enamoró de él. Me comentó que la ayudó mucho tanto en lo anímico como en lo económico, puesto que en aquel entonces, según le había comentado Sofía, ella estaba desempleada y un "pariente" se le había muerto, ofreciéndose él a que los gastos funerarios corrieran a su cargo. Luego de un año, le propuso matrimonio y ella aceptó, yéndose a vivir con él; razón por la cual los padres de Sofía decidieron mudarse a un lugar más pequeño y acogedor.
Mientras él hablaba, involuntariamente yo asociaba su voz con el sonido de la artillería. Podía sentir como una por una sus balas atravesaban mi cuerpo. Por un momento creí que había vuelto a tierras enemigas, rodeado por soldados apuntándome como aquella vez y el teniente disparando, solamente que ahora lo hacía no a la pierna, sino directo al cerebro. No quería tomar como cierto lo que estaba escuchando. Era como si me encontrara en la biblioteca leyendo tan sólo otra de las historias inventadas por alguien, imaginando a Sofía ejecutar un simple rol artístico. Lo único que deseaba era llegar a casa y tirarme en la cama. Lo interrumpí y le dije que me disculpara, que había recordado un compromiso que debía atender urgentemente y que le deseaba éxito. 
Ya en el departamento, sentado en la cama y con la luz de la luna como única iluminación, dejé a la náusea fluir y vomité. Los vellos de mi piel se erizaron y sentí escalofríos. Mi cuerpo comenzó a temblar y de mis ojos se escapó una lágrima. Recordaba los breves momentos en que pude hablar con ella en el vestíbulo y me sentí igual de ridículo y pendejo que cuando estaba parado enfrente del sepulcro de mi madre. Observé la fotografía de Sofía en mi buró y la arrojé con furia por la ventana. Grité y grité mientras golpeaba con fuerza la pared. Mis nudillos ya sangraban, me sentía cansado y me di cuenta de que el duelo más funesto y desolador es aquel que se produce por la muerte de alguien a quien se quiere, pero que aún sigue con vida. Fue sólo entonces cuando supe que me había quedado lisiado para siempre.