Saturday, November 8, 2014

Ironía




Pues sí, me ocurrió nuevamente, aunque esta ocasión no pensé que fuera a suceder en semejante  situación:

 Llegué en la noche al viejo bar de la esquina, que regularmente visito. Cuando entré, me dirigí con sigilo a una de las mesas del fondo en donde la iluminación era muy tenue. Me quité el sombrero y el abrigo, y ordené al mesero que me sirviera lo de siempre. 

Mientras esperaba, encendí un cigarro y miraba a mi alrededor a través del humo. Algunas caras conocidas, otras no. A lo lejos, observé que una mano se agitaba en el aire en señal de saludo, regresé el saludo por cortesía y volví la vista hacia el escenario. Los integrantes del grupo de jazz se encontraban preparando sus instrumentos a toda marcha, pues antes habían anunciado que en no más de un cuarto de hora comenzarían a tocar y que los disculpáramos por la demora, pero que no había sido culpa suya, sino de la lluvia y del tráfico. 

Todo bien. Ya me habían traído mi trago y trataba de matar el tiempo observando a los demás clientes y a veces tratando de imaginar la vida que llevaba cada uno de ellos, sus problemas, sus preocupaciones o sus aflicciones; no era que me importaran o me interesaran, era simplemente un pasatiempo. Pude ver escenas entretenidas, sobre todo dos o tres segundos después de que terminaban de interactuar entre sí, cuando creían que ya nadie los veía. Por ejemplo, había un tipo en la otra esquina, justo detrás del que me saludó, que reía a carcajadas de lo que decía uno de sus colegas, cuando terminó, dos o tres segundos después, su mirada se clavó en la mesa, frunció el ceño y dio un sorbo a su cerveza. 

Ordené otro vaso, ya era el cuarto y aún no comenzaba la función. El efecto del licor aún no había hecho efecto en mi cerebro, sin embargo, en mi vejiga sí, por lo que decidí ir a los sanitarios procurando caminar con la vista al suelo para no tener que interactuar con algún conocido. En la pared, encima del mingitorio, había un cartel pegado con imágenes que mostraban a varios hombres en distintas situaciones, uno junto a lo que parecía simular ser su familia y una casa con un moño gigante, otro parado junto a un automóvil, otro recostado en un camastro sobre una playa, otro sentado frente a una mujer cenando a lo alto de un edificio, y el slogan decía: "Con Japrindo, ellos ya lograron cumplir sus sueños... Y tú, ¿qué estás esperando?"

Cuando regresaba a mi mesa, me percaté que en ella estaba sentado un señor completamente cano sosteniendo un bastón. Me acerqué y estrechamos las manos. Él ordenó una copa de vino, encendió un cigarrillo, y yo lo secundé. Le dije que me daba mucho gusto verlo, pero él me interrumpió para recriminarme el hecho de que no le hubiese llamado en tanto tiempo. El grupo de jazz al fin había comenzado a tocar y todos en el bar aplaudimos. 

Después me preguntó que cómo iban las cosas. Le respondí que bien, que el negocio no había generado mayor problema y que por ello había tenido tiempo suficiente para distraerme en otras cuestiones y pasar más tiempo con mi hijo. Él sólo sonrió y, dándome una palmada en el hombro, replicó que me entendía, que precisamente por eso me había reprochado el que yo no le hubiese hablado antes. Le hice ver que no tenía nada de qué preocuparse por mí, que mejor atendiera su salud y que dejara de fumar.

Volví la vista al escenario y tras varios momentos me di cuenta de que él no despegaba sus ojos de mí. Extrañado, lo volteé a ver y sólo alcancé a entreoír que pronunciaba un nombre, por lo que le dije que no le había oído, que repitiera lo que había dicho. Me preguntó que cómo seguía de lo de Paola. Le respondí que bien, que ya había entendido que no había sido mi culpa y que tarde o temprano todos tendríamos que atender ese asunto, que de todos modos nada de lo que yo hiciera o no, haría que ella resucitara. Me ofreció una disculpa por la interrogante y yo la acepté, consciente de que a veces se le olvidan las cosas y que seguramente no lo había hecho con la intención de herirme. Aunque, de cualquier forma, con la mayor de las lealtades a la palabra dicha y porque tuve la impresión de que no me había creído, le insistí en que no se preocupara por mí; que, aun ahora sin ella, mi vida no había cambiado mucho, salvo por algunas cuestiones de logística. 

Después hicimos silencio y sólo apreciábamos el sonido del piano, el saxofón, la trompeta, la batería y el contrabajo. A veces dirigía mi mirada hacia él y disfrutaba de verlo gozar con la música, era como si él me dijera, "escucha eso, hijo, eso es lo que yo te tengo qué decir". 

Tras varios minutos, me miró y chocamos las copas en señal de salud, bebimos y sonreímos al oír que el grupo comenzó a interpretar What a wonderful world. Terminó de un solo trago su copa, llevó su cigarrillo a la boca y, con ojos llorosos y con voz rasposa, expresó: "me hace feliz ver que eres feliz, tu madre estaría orgullosa de ti". Asentí con la cabeza y le agradecí, le dije que lo quería y nuevamente sonreí. De pronto, dos o tres segundos después, así nada más y sin quererlo, agaché la cabeza y mis ojos se clavaron en la mesa; de nuevo la misma sensación había llegado y se había instalado en mí, aquella sensación de vacío... de soledad. Regresé la vista hacia el grupo de jazz, luego miré a los meseros y a los clientes, al que me saludó al principio y al tipo de atrás, y a mi padre. Mis ojos comenzaron a amenazar con llover. La música continuaba sonando y yo, conteniendo el llanto, pensé: qué insoportable es el sentir ser solo, aun sin estar solo.


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