Sunday, August 23, 2015

La línea

En alguna ocasión observé dibujada una línea y recordé que, según dicen, una línea no es más que una sucesión continua de puntos en el espacio. Después, me alejé paulatinamente sin dejar de observar la línea y me detuve cuando ésta, desde donde la veía, no era más que un punto. 

Thursday, January 1, 2015

Viejo



Creo que todo comenzó cuando yo tenía más o menos diez años de edad. Ya no recuerdo exactamente cómo era la ciudad entonces, pero sí que me encontraba viviendo en casa de mi padrastro y que a tan sólo treinta minutos caminando se encontraba la Plaza Mayor, lugar al que acudía casi diariamente después de la escuela.
Fue allí que encontré a un perro y lo adopté. Le puse Tiber. Fue mi fiel compañero y cómplice durante algunos meses, pero un día por perseguir a otro perro cruzó la calle apresuradamente y un coche lo arrolló. Recuerdo que lo enterré en un pequeño jardín que había a lado de la casa. Fue el momento más triste de mi infancia. Me sentía solo y le lloraba todas las noches sin que la familia se diera cuenta. No había forma de consolarme. 
Visitaba frecuentemente la Mayor con la esperanza de poder encontrar a un sustituto, sin embargo, al no hallarlo, me sentaba en una pequeña barda a tristear y a ver a la gente pasar y a volver a tristear. Ya no me acuerdo bien, pero debió haber sido en alguno de aquellos días cuando se me acercó un viejo descalzo, cano y hediondo que vestía unos pantalones de color café bastante sucios, una camiseta gris por la mugre, y cargaba un morral en el hombro derecho. 
Me vio que estaba sentado y cabizbajo en la barda, y me preguntó que qué tenía. Le conté con los ojos llorosos sobre la muerte de Tiber, que no sabía por qué me había abandonado y que ya estaba harto de no encontrar un doble. El viejo no pronunciaba palabra alguna y sólo me miraba. Después le pregunté que si también había un cielo para perros y que, de ser así, que por qué no me había venido a visitar su fantasma como en las caricaturas. 
Él tan solo continuaba mirándome, inmóvil y sin hacer gesto alguno en su arrugado rostro. Al ver que no mostraba indicios de querer contestar mis interpelaciones, me levanté y comencé a llorar y a golpearlo en las piernas, gritándole y exigiéndole que me respondiera. Cuando los segundos de vesania terminaron, me limpié los ojos y los mocos con la playera, y sollozando le dije: "¿por qué él se tuvo que morir y tú, que ya estas viejo, no? ¿Por qué se mueren los perros? ¿Por qué me siento mal? ¿Por qué no me contestas? ¿Por qué? ¿Por qué?".
El anciano sonrió y asintió con la cabeza como sabiendo que algo así yo diría. Lentamente llevó su mano al morral y sacó un viejo libro de color café y me lo entregó. Lo observé y lo traté de abrir, pero no pude, pues en la parte posterior del libro se encontraba un pequeño agujero en forma de cerradura. 
El viejo me dijo que leyera el título del lomo, decía: "El porqué de todos los porqués". Al verme desconcertado, el viejo me explicó que ese libro contenía las respuestas a todas mis preguntas, las de hoy y las de mañana, pero que para abrirlo y poderlo leer debía conseguir la llave. Le pregunté que dónde podía conseguirla, pero me ignoró, se dio la vuelta y al poco tiempo desapareció.
Durante varios años me sentí intrigado por leer el libro y saber quién era ese viejo. Busqué y busqué la llave por doquier, pero no la encontré. Pronto el libro quedó arrumbado entre varias pilas de libros que fui obteniendo con el tiempo y lo olvidé por completo.  
No fue sino treinta años después que volví a saber de él, cuando contraje matrimonio y fui a mi antigua casa a recoger algunas de mis pertenencias. Estaba en peor estado por el paso de los años e inmediatamente pensé que quizá por ello podría abrir la pequeña cerradura sin necesidad de la llave. Pero no lo logré. Lo llevé a casa y le conté a Mariana sobre el libro y la extraña historia del viejo. Ella sólo lo observó, sonrió y mientras me besaba y me llevaba a la cama, dijo: "No tienes por qué preocuparte por eso, hay cosas más importantes, ¿no? Mejor, ocúpate de mí".
En aquel momento me pareció muy convincente y no hice más caso a la cuestión del libro y la llave. Tenía razón, había otras cosas por las cuales preocuparme: terminar de pagar la hipoteca,  pagar las colegiaturas de mis hijos, llevar comida a la casa, resolver los asuntos de la oficina; en fin...
Ahora estoy aquí y no sé qué pensar ni qué sentir. Hoy fui al hospital y, al salir del consultorio del doctor, tropecé con un viejo. Era él, el de hace sesenta y cinco años. El no-se-qué-genario, como aquella vez, solo sonrió, extendió su brazo y abrió la palma de su mano. Yo, completamente mudo, me limité a tomar la llave. Quise decir algo mientras la observaba, pero el viejo desapareció nuevamente. Le platiqué a Mariana, pero me dijo que quizá la senectud me estaba ya llamando.
Sé que no me queda mucho tiempo, pues hace dos años que me detectaron una enfermedad cardiovascular. Sin embargo, eso no me molesta, pues no quiero morir de viejo. Lo que sí, por ejemplo, es que tan pronto como llegué a la casa, busqué el libro en el librero, lo desempolvé y emocionado saqué la llave del bolsillo de mi pantalón. Lentamente la introduje en la cerradura, abrí el libro, lo hojeé... y nada, sólo desgastadas hojas en blanco sobre las que estoy escribiendo esto.
Maldito viejo.